El lunes 27 de febrero nos levantamos muy temprano. Debíamos tomar el vuelo de las 08:20 a Tel Aviv, así que teníamos que estar en el aeropuerto a más tardar a las 06:20. Afortunadamente, el tráfico de esa hora es casi inexistente. El personal del Hotel Regente nos preparó unas bolsas para el desayuno, dada la hora que saldríamos… un sandwich, una fruta, un jugo, y un agua. Los adictos al café tendríamos que esperar hasta el aeropuerto.
Tras un vuelo de casi cinco horas, pero sin incidentes, aterrizamos en el Aeropuerto Internacional Ben Gurión, que si bien sirve a Tel Aviv, tampoco está muy lejos de Jerusalén. La fila para la entrevista con el oficial de migraciones era bastante larga, pero no más que en otros países que me tocó visitar. Eso sí, el proceso en si es lento. La verificación de documentos y las preguntas de seguridad son exhaustivas, y vi a más de uno ser enviado a unas habitaciones que estaban en la sección. Una vez sorteado este paso, viene lo que considero la primera sorpresa del viaje: en lugar de sellar el pasaporte, entregan una tarjetita con un código de barras como comprobante de entrada. Esta tarjeta servirá para habilitar el molinete que da paso al territorio israelí y a la recolección de maletas.
En ese sector del aeropuerto nos recibió una persona, representante del operador receptivo, quien después de asegurarse que el grupo estaba completo nos llevó hasta la salida, donde nos reunimos con quien sería nuestro guía durante todo el viaje: Saúl Zadunaisky, un israelí nacido en Rosario, Argentina, con amplios conocimientos de la historia y geografía local – adquiridos no sólo en los cursos que hizo para obtener su licenciatura y posterior maestría en esta disciplina, sino también durante años de experiencia como guía. Desde el aeropuerto fuimos directo al Leonardo Art Hotel Tel Aviv. Después de ubicarnos en nuestras habitaciones, tuvimos un tiempo libre antes de la cena, en la cual comenzamos a conocer los sabores de la tierra. Nuestra aventura ya tenía forma y nombre de Israel.